Noches en las que un “te quiero infinito” enredado en las sábanas suena a
noche en vela. Y es que si te digo infinito es quizás que no lo entendamos
demasiado bien. En el siglo V a.C. Zenón de Elea enunció la paradoja de Aquiles
y la tortuga: el atlético semidiós desafió a la tortuga una carrera
concediéndole cierta ventaja. Aquiles parte del punto A y el quelonio del punto
B. Lo primero que debe hacer Aquiles es ir de A a B. Por rápido que se mueva,
algo de tiempo debe emplear, y la tortuga, por despacio que avance, algo de
camino hará en ese tiempo. Ahora Aquiles está en B y la tortuga en C, con lo
que el mismo razonamiento vuelve a empezar y lo hará infinitas veces.
Concluiremos que Aquiles nunca ganará (ni empatará) la carrera por pequeña que
sea su desventaja inicial y por infinitivamente cerca que en el transcurso de
la competición llegue a estar su rival. Zenón, desquiciado, arguyó que no sólo
el movimiento es imposible (sería ilusorio), sino que más vale no pensar en el
infinito.
Pero me paro a pensar mientras las horas del reloj parecen pasar
infinitamente, aunque algún día tendrán que pararse. Miro por la ventana y veo
el firmamento, el universo (recuerdo ese “infinito y más allá”) en realidad no
creo mucho en ello, debe de haber un finito aunque no sepamos dónde porque esto
es demasiado grande para que nuestras propias percepciones lo alcancen, pero es
ese “más allá” lo que desconocemos y por ese siempre utilizaremos infinito como
calificativo. Lo difícil de este maldito infinito es que infinitamente lo
seguiremos llamando infinito pues es casi imposible conseguir el finito real y
objetivo de la realidad. De repente, algo me hace volver a la realidad de la
noche y salirme de ese dilema de infinidad, siento una especie de escalofrío y
es que creo he entrado en un bucle infinito de amarte.
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