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jueves, 26 de junio de 2014

Granada: Camino de vuelta e ida.



Tengo que admitir que lloré como si no hubiera mañana porque tenía que volver a Granada. Lloré porque para mí la palabra "volver" significaba fracaso, no avanzar; volver otra vez a la misma ciudad y empezar de cero en un mismo lugar, es algo que ya me había costado el año anterior y que no quería repetir. Esa ciudad que amé en cierta medida cuando me despedí de ella por, la que yo pensé que sería, la última vez. La última semana descubrí una Granada escondida que me enseñó un madrileño y al que yo enseñé aquellos rincones que para mí eran especiales. Aún así, no quería volver, esa palabra que me taladraba cada vez que escuchaba Granada.
Sin más, tuve que tragar mis lágrimas y seguir para adelante aunque ese seguir no significara avanzar, sino retroceder. Necesitaba aires nuevos o quizás una vida nueva, como cada vez que he intentado huir a una nueva ciudad.

Sin embargo, este año mi concepción de Granada ha cambiado totalmente. Me he adaptado a esta ciudad que no me acababa de encajar, me he adaptado a la gente, a sus espacios y a sus tiempos. Quizás la palabra clave sea adaptación o quizás aceptación: no me quedaba otra que quedarme en la ciudad, ¿por qué no intentar sacarle algo de provecho de ella?
¡Y cuánto provecho le he sacado! Pensaba que sólo había cambiado la forma de mirar esta ciudad cuando llegué aquí, pero ahora me doy cuenta de que no es eso exactamente. Seguramente quien ha cambiado he sido yo. Ahora soy capaz de encontrar en esta ciudad la paz que nunca hallé aquí. Por eso quizás la palabra clave de verdad sea cambio. Sí, he cambiado gracias a las experiencias vividas en esta ciudad, ésas que me han hecho crecer como persona, aprender de la vida, descubrir el camino que se desdibujó hace tiempo, reencontrarme con el valor y la fuerza que un día ahogué entre mis vulnerabilidades, aprender a quererme, sentirme capaz, ...
Porque ahora volver si va unido a cambio no significa fracaso, sino éxito.

Y ahora, después de descubrir esta nueva Granada (o esta nueva persona en la que me he convertido) que tanto odié, no quiero irme de aquí. Y probablemente lloraré, pero por la ida y no por la vuelta como lo hice en un principio.

Marta Gr.
Carpe diem
Gracias a aquellas personas con las que he compartido tantas experiencias este año.

miércoles, 11 de junio de 2014

Un saco de miedos..


Somos un saco lleno de miedos: Miedo a sentirnos débiles; miedo a ser rechazadxs; miedo a expresar nuestras emociones y nuestros sentimientos; miedo a caer, a la complejidad de levantarse, al futuro, al pasado, al presente, al aquí y ahora; miedo al fracaso; miedo a la perfección; miedo a conocernos y a conocer a los demás; miedo a las decisiones y a la indecisión; miedo a vivir; miedo a morir; miedo al recuerdo y al olvido; miedo a los demás, a una misma; miedo a amar, a ser amada. En definitiva, miedo al miedo.

Nos dejamos guiar en demasiadas ocasiones por nuestros miedos. Ellos son los que, a veces, nos hacen el camino y toman las decisiones por nosotrxs. ¿Por qué no cogemos nosotrxs las riendas y nos enfrentamos a ellos? ¿Por qué no somos valientes? Las personas valientes son aquellas que tienen miedos y que deciden luchar contra ellos. ¡Cojamos nuestras armas y a luchar! ¡Seamos valientes! Pero qué difícil es serlo..

Tx

domingo, 8 de junio de 2014

Si alguien me quiere, no está en su cabal juicio.. (Paul Watzlawick)



Ya que hablamos de amor, empecemos por una advertencia importante. Dostoievski decía que el texto bíblico «ama a tu prójimo como a ti mismo» seguramente ha de entenderse al revés, es decir, que sólo se puede amar al prójimo cuando uno se ama a sí mismo.
Con menos elegancia, pero, en cambio, con más precisión, Marx (Groucho, no Karl) expresó la misma idea decenios más tarde: «Ni por asomo se me ocurriría hacerme socio de un club que estuviese dispuesto a aceptarme como tal.» Si usted se toma la molestia de sondear la hondura de este chiste, ya puede considerarse preparado para lo que sigue.
En todo caso, ser amado es algo enigmático. Investigar para poner en claro el asunto, no es aconsejable. En el mejor de los casos, el otro no sabrá qué decirle; en el peor de los casos, resultará que su motivo es algo que usted mismo hasta el momento no había tenido nunca como su cualidad más agraciada; por ejemplo, un lunar en su hombro izquierdo. Otra vez y sin lugar a dudas, callar es oro.
Ya empieza a verse más claro lo que de aquí puede aprenderse para nuestro tema. No acepte simplemente agradecido lo que la vida le ofrece por medio de su consorte (que sin duda también merece su amor). Cavile. Pregúntese en secreto —no a su consorte— por qué será. Pues éste, evidentemente, habrá hecho sus pensamientos secretos al respecto. Y por cierto no se los va a revelar.
Personalidades esencialmente más importantes que yo se han afanado inútilmente por desentrañar esta paradoja del amor humano y sobre el amor humano se basan algunas de las creaciones más famosas de la literatura universal. Fijémonos en la frase siguiente de una carta de Rousseau a Madame d'Houdetot: «Si Vos llegáis a ser mía, voy a perderos, precisamente porque luego os poseeré, a Vos, a quien adoro.» Puede
que sea útil leer la frase otra vez. Lo que parece que Rousseau quiere decir es: el que se me entrega, por esto mismo ya no es apto para seguir siendo el prototipo de mi amor. (Este concepto aparentemente exaltado es de uso corriente en un conocido país meridional, en donde el amante, convencido de su pasión, asalta a su adorada, para que le conceda su amor, y, tan pronto como ella se deja conquistar, la desprecia, pues una mujer decente nunca habría hecho «esto». En el mismo país rige también el principio - está claro, nunca reconocido oficialmente— de que todas las mujeres son putas, excepto mi madre -ella fue una santa-. Es evidente, con la madre, «esto», naturalmente, no iría.)
En su obra famosa, El ser y la nada, Jean-Paul Sartre define el amor como un intento vano de poseer una libertad como libertad. Sobre esto explica (19, pág. 434):

«Por otra parte, (el amante) no se daría por satisfecho con esta forma eminente de libertad que consiste en el compromiso libre y voluntario. ¿Quién se contentaría con un amor que se diese como pura fidelidad a la fe jurada? ¿Quién aceptaría que le dijesen: «Te amo, porque me he comprometido libremente a amarte y no quiero faltar a mi palabra; te amo por fidelidad a mí mismo»? De este modo, el amante pide el juramento y se irrita por el juramento. Quiere ser amado por una libertad y reclama que esta libertad, como libertad,
ya no sea más libre.»

Más detalles sobre estas extrañas e insolubles complicaciones del amor (y de muchas otras formas de conducta aparentemente irracional) los encontrará el lector interesado en el libro Ulysses and the Sirens (2) del filósofo noruego Jon Elster. Pero para cubrir las necesidades del principiante, seguramente ya basta con lo dicho. Aun cuando no sea capaz de lograr la maestría de los Grouchos Marx de este mundo, no por esto necesita relegarse permanentemente a un bajo nivel de habilidad. El requerimiento clave es su falta de convencimiento de ser digno del amor de los demás. Con esto, por de pronto, ya se desacredita todo aquel que quiere a alguien. Pues el que quiere a alguien que no merece ser querido, no está en su cabal juicio. Defectos característicos como masoquismo, apego neurótico a una madre castradora, fascinación morbosa por lo de calidad inferior y otros motivos de esta especie serían las explicaciones del amor del hombre o de la mujer en cuestión y, por lo mismo, harían su amor insoportable. (Para escoger el diagnóstico más satisfactorio se precisan unos ciertos conocimientos de psicología o al menos haber participado en sesiones de grupos de encuentro.)
Y así se descubre la mezquindad no sólo del ser amado, sino también del amante y hasta del mismo amor. ¿Qué más se puede pedir? De todos los autores que conozco, Laing en sus Knots es el que mejor ha expuesto este dilema, por esto cito textualmente sus palabras (9, pág. 18):

«No me aprecio a mí mismo.
No puedo apreciar a nadie que me aprecie.
Sólo puedo apreciar al que no me aprecia.

Aprecio a Jack,
porque no me aprecia.

Desprecio a Tom
porque no me desprecia.

Sólo una persona despreciable
puede apreciar a alguien
tan despreciable como yo.

No puedo querer a nadie
a quien yo desprecie.

Como quiero a Jack
no puedo creer que él me quiera.

¿Cómo puede demostrármelo?»

Sólo a primera vista parece esto absurdo, pues las complicaciones que comporta este punto de vista son clarísimas. Ello no tendría que desanimar a nadie; o como dice Shakespeare en uno de sus sonetos: «Esto lo saben todos; pero no saben cómo huir del cielo, que atrae este infierno.» Lo más práctico, en definitiva, es enamorarse desesperadamente de una persona casada, de un cura, de una estrella de cine o de una cantante de ópera. De este modo, uno viaja lleno de esperanza sin llegar nunca. Y, además, se ahorra la desilusión de tener que comprobar que el otro a lo mejor está dispuesto a aceptar la relación, con lo que inmediatamente se convertiría en inatractivo.

Paul Watzlawick, en El arte de amargarse la vida